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jueves, 27 de junio de 2013

Eterno fuego.

El ambiente estaba cargado de una molesta humedad cuando el insomnio volvió a hacer acto de presencia sobre Asuna. Giró sobre su costado y observó que eran las “3:28” a través de sus cansados ojos en el reloj de la mesilla. Suspiró mostrando así su exasperación y se sentó sobre el lecho para poder desperezarse mejor. “Será una noche muy larga” dijo entre dientes, resentida. Se dirigió hacia la ventana, la cual estaba abierta de par en par y que había dejado que la lluvia empapase su rostro hasta el punto de despertar a la muchacha del todo.

La luna, dibujada con compás en lo más alto de aquel firmamento bañado en estrellas, cegó el rostro de Asuna e iluminó sus dos ojos, los cuales eran extraños por ser diferentes. El derecho estaba coloreado de celeste y poseía pintas amarillas, mientras que el izquierdo estaba teñido de un marrón miel. Cada uno de ellos había representado una sensación diferente desde la primera vez que había abierto los ojos. Ambos habían hecho de Asuna una persona forjada en el temor, la inestabilidad y la inseguridad… pues al fin y al cabo ¿qué era la cordura?

Tomó los auriculares y el mp3 que reposaban en una cercana vitrina y se sumió en las letras de las canciones que siempre habían plasmado tan bien su existencia. “Vivimos nuestras vidas como si estuviéramos preparados para morir” decía la voz rasgada de aquel cantante. Pulsó el botón de pause y tragó saliva sonoramente ¿qué tenía de malo aquella frase? Era evidente que si eso era cierto, todo sería más fácil ¿no?, se cuestionó ella misma. La respuesta que obtuvo tardó un par de minutos en llegar y vino acompañada de aquella quemazón, aquel fuego interno que tantas veces había pagado con su esencia y que tantas veces había respirado por cada poro erizado de su piel.
Primero sintió un escalofrío que recorrió todo su ser y tras esto sufrió calambres hasta en los huesos. Ardió su alma en las profundidades de su espécimen y crepitó la lumbre que estaba asentada en su corazón. Lo último que recordó fue sentir como su ojo izquierdo brilló con más intensidad, después, habló.

   –Vaya, eres más débil de lo que creía recordar. – Se dijo para sí misma. Pero esta vez la voz que emanó de su garganta era más áspera y masculina que la anterior.
   –Vete…– Se limitó a decir luchando por mantener su voz despierta.
   – ¿Irme? Pero si acabo de llegar. – Negó con la cabeza repetidas veces. –Estas no son maneras de recibir a un invitado. –
   – ¿Invitado? Más bien usurpador de cuerpos. – Dijo ella entre jadeos intentando que la ardiente llama que custodiaba su voz permaneciera ardorosa y chispeante.
   –Bah, tonterías. Este cuerpo siempre me ha pertenecido, aunque puedes resistirte cuanto quieras, querida. – Tornó su rostro hacia una mueca irónica y a continuación enarcó una ceja mostrando así su superioridad. –Puedo apagar la llamarada de tu humanidad cuando quiera. Es una decisión que no está a tu alcance. – Hizo una pausa y chasqueó la lengua. – Una lástima.
Asuna cerró los ojos con vigor e intentó ignorar los aullidos que hacían eco en su mente y que intentaban que el fuego de su propia naturaleza se congelase.
   –Marcus… ¡Haz que pare!
   –No me llames así ¿Cuándo asumirás que yo soy la verdadera Asuna, que tú no existes? Mi alma es más vehemente que la tuya. Yo soy quien realmente aviva el fuego de este cuerpo. Y ahora, Asuna ¿por qué no nos divertimos un poco? – Plasmó una ruin sonrisa en su gesto y hundió los dedos en la piel de sus piernas. – ¿Duele?

Ella se limitó a apretar las mandíbulas y a contener las lágrimas. ¿No era más fácil ceder y entregarle lo que había sido suyo durante todos esos años? Se obligó a descartar esa idea y a luchar porque su hoguera interna ardiera con ella hasta su muerte. Sabía que sus ojos acabarían por ser los dos celestes y que el Marcus que existió un día, moriría sin ser recordado. Asuna tenía la certeza de que el frágil lazo de porcelana que los unía, terminaría por resquebrajarse y también sabía que ella sería quien ganase aquella febril batalla. Aunque… ¿Podía estar segura de que la victoria le pertenecería a ella?
El marrón de su ojo izquierdo fue perdiendo intensidad poco a poco y esa fue la señal que dio pie a la despedida de Marcus por aquella noche. La muchacha tomó una bocanada de aire y se felicitó por haber ganado el combate una oscuridad más. 

Aunque en su fuero interno era conocedora de que lo más difícil de aquella llameante lucha interior era admitir que su rival era parte de ella.
El reloj marcaba las cinco y media de la mañana cuando Asuna se tendió en la cama, agotada. Cerró los ojos tratando de frenar a un par de saladas lágrimas que se habían acumulado en sus pestañas, pero fue inútil. La muchacha terminó por sumirse en un turbador sueño, el cual fue acompañado del fuerte olor a tierra mojada que se había impregnado en la estancia durante la incesante lluvia nocturna. Aun estando en pleno agosto, su cuerpo estaba gélido y la causa de ello no era precisamente la lluvia. Temía por no saber cómo intensificar su llama y sobre todo estaba aterrada, puesto que era más fácil apagar su fuego que acabar con la escarcha de Marcus.
“Dime Asuna, ¿somos fuego o… hielo?” dijo él tras haber penetrado el mundo onírico en el que se había sumergido Asuna, presa del cansancio. 


Múltiples rayos de sol penetraron por la ventana y chocharon directamente contra el semblante de la joven. Ésta se retorció tratando de evitarlos pero todo esfuerzo fue en vano. El ámbito estaba atestado de un incómodo bochorno provocado por el aguacero de la noche anterior y ella pensó que esos eran los inconvenientes más notables del verano.
Como cada día de aquel verano del 2005, escondió el agotamiento de su rostro tras baratos cosméticos y ocultó su miedo hacia la pérdida de su ardiente ser detrás de una sonrisa que usaba a modo de impenetrable escudo.

La noche volvió a acechar a la vulnerable joven y esa imborrable sonrisa que había permanecido cosida a su rostro durante todo el día, desapareció cuando el último haz de luz cayó.
Esta vez fue diferente, no sintió calor, ni ningún delirio provocado por la calidez de su cuerpo. Asuna presintió que sus brasas se estaban extinguiendo. No había leña que avivase el fuego de su hoguera, no había llama. Chocó contra la pared que estaba a sus espaldas  y se resbaló por ella con hastío hasta que se topó con el suelo. Respiraba entrecortadamente y se enjugaba las lágrimas mientras aguardaba a que la agria voz de Marcus rompiese el silencio de su mente, tal y como estaba acostumbrado a hacer.

   –He de admitir que no pensaba que iba a ser tan fácil. Te creía algo más… ¿cómo decirlo? Mm.. ¿Tenaz? – Asuna sintió frío.
   –Siento decepcionarte. – Respondió ella con un claro tono sarcástico.
   –No te preocupes, cuidaré bien de este cuerpo. Pero… será algo menos cálido y algo más…–Sonrió de lado a la par que alzaba los hombros con desgana. –… fresco. Ya sabes, diferentes matices. Cosas de la vida. – Argumentaba mientras hacía círculos imaginarios con un dedo elevado.
Asuna, cansada de escucharlo, ocultó el rostro en las rodillas y trató de construir una barrera que prohibiera el paso a Marcus, el cual se reía a pleno pulmón creyendo que toda aquella sandez no iba a dar resultado. Para la sorpresa de ambos, la muchacha recuperó el calor que le era esencial y sintió como de su corazón brotó la llama que le daba la vida. Sus costillas, actuaron como una chimenea, y empezaron a proteger a la lumbre de Asuna, que no era menos que su alma.
Se incendió su interior y ya no hubo que temer a ningún hielo capaz de apagarlo. Todo se había disuelto, no había frío, y pronto tampoco habría ningún Marcus.
   – ¿Qué estás haciendo? – La voz de Marcus se estaba derritiendo y se perdía entre los suspiros que la joven emitía para acallarla. – ¡Todavía podemos convivir juntos, es lo que hemos hecho siempre!  No puedes apagarme, no pue…– Y calló. Calló para siempre.
Asuna levantó la cabeza con sumo cuidado y se alegró de estar sola, de poder decir que era ella, que ardía.

La noche trascurrió tranquila y Asuna fue capaz de conciliar el sueño sin ningún tipo de interrupción. A la mañana siguiente, cuando el sol brillaba en lo alto del cielo, lo primero que hizo la joven fue mirarse en un espejo. Era extraño, sus ojos eran… ¿normales? Ambos eran azules, tanto el izquierdo como el derecho.  

viernes, 8 de marzo de 2013

La procesión de las ánimas.

Tomó el pesado candil del asa, se colgó la aparatosa polaroid al hombro y emprendió, decidido, su  hazaña.
Llevaba años escuchando rumores sobre aquella compaña, todavía recordaba el momento en el que su abuela, gallega, le había revelado la leyenda que se había apoderado de tantas vidas humanas. 
Salió de su morada y la puerta crujió antes de sellarse con un portazo. Él, obviando la espesa niebla que cubría sus ojos, anduvo con paso firme, dejando que sus pisadas fuesen guiadas por la tenue luz del farol. 
Conocía mejor esa senda que los pocos metros que configuraban su hogar. Sus pies, intentando no tropezar con algún guijarro, habían memorizado las zancadas que habían de tomar para llegar a su destino sin perderse. 

Alzó el brazo e iluminó a un vigoroso árbol que se erguía a una considerable distancia de su posición. 
Tomó una gran bocanada de aire e intentó retener los nervios, así pues, continuó con su intrépida aventura. 

"Eso te hará rico, chico" había comentado un curioso cuando había expuesto su viaje. Él, había chasqueado la lengua algo molesto y se había limitado a argumentar que el dinero no era la causa de todos los objetivos. 

Arrastró los pies por un sitio algo resbaladizo y como consecuencia, la arenilla se transformó en un polvo molesto, que dificultó su respiración por el lapso de unos segundos. Enarboló el brazo que no sostenía la única luz que poseía, y frotó el tallo del robusto árbol hasta hallar una hendidura, la cual él mismo había tallado días antes, que le indicó cuál era el camino correcto.


Una ráfaga de aire, provocó un escalofrío que nació en sus pies y murió en sus sienes, y también hizo que la llama del candil bailara intentando mantenerse viva. Tras rodear unas zarzas con sumo cuidado, vislumbró una explanada, y ese hallazgo pintó en su rostro una mueca de satisfacción. "Aquí estoy", pensó complacido. Y era cierto, pero si hubiera alcanzado a saber que ese solo era el principio de un imprevisto final, no habría cantado victoria tan rápidamente.

De pronto, se vio envuelto por un gélido torbellino de aire que esta vez, la llama, aunque estaba protegida por cuatro cristales, no alcanzó a soportar. Se quedó petrificado al percatarse de que en ese momento la oscuridad provocaba en el un infinito pavor. Tomó la antigua cámara de fotos y con un clic, plasmó lo que le rodeaba en un papel que tardó escasos segundos en brotar del artilugio. 
Tomó la fotografía y se sintió ridículo al reparar en que sin luz no podría ver qué secretos guardaba aquel papel. 

Se mordió la lengua hasta sangrar, presa del pánico, y fue en ese momento en el que la procesión que tantas veces había imaginado apareció ante sus ojos. Un cúmulo de seres se abigarraba tras la persona que encabezaba el grupo. Éste era un hombre de unos cuarenta años, su rostro era pálido y sus ojos estaban sin luz, perdidos y sumidos en un sueño equivocado. En sus ojos sólo había pupilas, y sin embargo, bramaban piedad con una voz sepultada por un silencio impoluto.

Tras él, un séquito de almas vagaba errante sosteniendo candiles y esparciendo incienso, cuyo aroma se impregnaba en el aire que los presentes respiraban.
El dirigente del grupo frenó en seco frente al aventurero y tras inhalar la vida que poseía su cuerpo, se apartó, dejando que el protagonismo recayera sobre un flotante ataúd. La tapa de éste se abrió y el enigma se resolvió cuando en el interior de la pesada caja, no se encontraba otra cosa sino el cuerpo, inerte y muerto del viajero.

miércoles, 9 de enero de 2013

Somos polvo.

¿Qué tenía ese camino de especial? No era más que una calzada de piedras que acompañaba a una carretera derruida. Niebla, oscuridad, soledad... ¿Qué la hacía única? ¿Él? Sí, él la hacía diferente.
   -Llegas tarde.- Vociferó la sombra que se erguía a una considerable distancia.
   -¿Cómo lo sabes? No tienes reloj.- Apuntó ella con sátira.
   -Si tengo.- Se defendió en susurros, claramente molesto. 
   -¿De qué te sirve sino marca la hora?-
   -La marca... ¡Ves! son las siete.-
   -Marca las siete desde...- Tragó saliva sonoramente y prosiguió.-Desde ese día.- Hizo un claro hincapié en la palabra "ese" 
Se acercó a la silueta, que había cobrado forma de muchacho a medida que se había ido acercando, y le obligó a sentarse en el banco que les había sido fiel eternamente.
   -¿Y hoy? ¿Qué hacemos hoy?-
   -Esperar.-
Forzó una sonrisa y miró de soslayo a su compañero. "Esperar"
Las prendas que vestía eran decrépitas, al igual que las suyas, y bajo la chistera que cubría su lacia y negra cabellera, se podía vislumbrar el pavor que bañaba sus ojos. ¡Qué ojos! Forjados en rubí y colocados allí para embelesar a todo aquello digno de su mirada. Y su pelo... su cuello, sus labios, carnosos y lívidos.
Su palidez... cadavérica y digna de ser comparada con la cal. Su busto... Dime, ¿Quién no querría esculpirlo?
   -¿Esperar a qué?-
   -A la muerte.-
   -¿Cómo morir si ya estás muerto? ¿Qué es morir? ¿Qué es vivir y sentir? Dime,¿Existe  diferencia alguna?-
De entre su camisa se asomaban unas clavículas marcadas, posó su dedo en ellas y las acarició. Era huesudo, como ella. Acercó su pómulo, gélido, al rostro del muchacho y masculló con las mandíbulas muy apretadas:
   -¿Estoy muerta?-
Sintió una punzada en el pecho, un glacial dolor que habría congelado toda la sangre que un día fluyó por sus venas, por su cuerpo. Se deshizo del sombrero que adornaba su sesera y se revolvió el pelo al no encontrar la respuesta que ella estaba esperando.
   -¿Sabes qué hora es?- Cuestionó con algo de vehemencia. -¿Lo sabes?-
   -¿Las siete?- Era una pregunta retórica, sabía la respuesta.
   -Las siete...-Examinó el artilugio y para la sorpresa de ambos, éste andaba. Andaba...
   -Las siete y algunos segundos. ¿Qué significa?-
   -Significa que hoy podremos descansar.- Extendió sus brazos con ímpetu y acogió a la muerte a la par que acogía a la joven en un abrazo. Eran polvo. Polvo que hasta las siete de otra eternidad seguiría vagando errantemente siendo aire por aquella especial y tan demacrada carretera.


martes, 8 de enero de 2013

Capítulo 2: Intruso.

El muchacho dejó reposar sus manos sobre el teclado y se aferró al anillo que adornaba uno de sus bastos dedos. Sentía como éste palpitaba, le quemaba tanto que desearía desprenderse de él, arrojarlo lejos y huir así de su destino, del destino de aquella joven.
   -Te estaba esperando, Miaka- Rompió el silencio con su rotunda y fría voz.
Miaka levantó el rostro advirtiendo que conocía su nombre pero ¿quién era él?, mejor dicho, ¿qué hacía allí?, y lo más importante, ¿qué quería de ella?
Se aferró al marco de la puerta y se obligó a responder con el mismo tono de indiferencia que él había utilizado.
   -¿Quién eres?
   -¿No lo sabes?
La respuesta aplastó a la pregunta de la muchacha.
   -¿Cómo saberlo?- Replicó con algo de retintín en su voz. Suspiró durante unos segundos y al apartar la vista del joven reparó en algo que le sería de gran ayuda... con ágiles movimientos consiguió blandir el arma que reposaba cerca del piano, cerca del encapuchado. ¿Qué hacía esa espada allí? No importaba.
   -Te lastimarás.- Se burló él. -¿qué piensas hacer, atacarme?-
   -Tus deseos son órdenes.- Alzó el estoque y se preparó para embestir un golpe contra el hombro de su oponente. Éste, sin embargo, ya esperaba ese ataque. Así pues, rodeó el torso de la asustada chica y ejerció presión en la mano en la que ella sostenía el arma hasta que cedió y se la entregó. Él la colocó en su cuello, que desde su punto de vista desprendía un empalagoso olor a fresas, y le susurró cerca del oído. -Muerta.- Bajó el arma y dejó que se abatiera sobre el suelo con un sonido metálico. Tras esto, Miaka lamentó ser tan débil.
El todavía encubierto apartó el objeto raudamente y cuando se aseguró de que estuviera lejos del alcance de Miaka, la soltó.
   -Y ahora prometerás ser buena.- Sonrió a su objetivo con soberbia y entornó los ojos esperando a que se dibujara una mueca en su rostro, pero nada apareció.
Miaka sintió una punzada de dolor en la muñeca que segundos antes había sido aprisionada por las manos de aquel infame. No comprendía nada y el no entender era frustrante. Retrocedió con la cabeza gacha y escondió el desconcierto de sus ojos tras algunos indóciles mechones de pelo.
Cuando su espalda se topó con la pared alzó el semblante y con el ceño fruncido observó a su rival, no permitiría que él viese la turbación en su mirada. No sabría luchar pero sí sabía esconder, era lo único que había hecho durante su vida, ocultar. Y se le daba realmente bien.
   - ¿Cómo te llamas?- Se atrevió a preguntar con un hilo de voz. Si iba a ocurrir algo prefería que aconteciese cuando ella supiera contra quien se enfrentaba, era lo justo.
   -No he venido a responder a eso.-
   -¿Y a qué has venido?-
   -A...- Y ahí estaba otra vez el quemazón del anillo. Sentía como la sortija le gritaba... "No hay tiempo para juegos, Ikuto. ¿A qué estás esperando?" y el dolor le obligaba a estremecerse. "¿Es que acaso sientes pena? Ve al piano, es la hora."
Ikuto hincó la rodilla en el suelo y emitió un gemido, la presión del anillo había cesado pero el dolor seguía presente. Respiró con torpeza por unos segundos y cuando consiguió recuperar el aliento ella ya había desaparecido.
   -¡MIAKA!- Gritó desesperadamente al recordar todo el dolor que su mente y cuerpo habían sufrido.
Sabía que si hacía aquello todo el daño desaparecería y podría volver a ser quien era. No habría Ikutos atados, no habría anillos, ni si quiera capuchas tras las que esconderse...